Primer "turista" en Irán

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■ Con dos mudas, un salacot y sin armas. así viajó por todo el oriente hace 150 años el madrileño adolfo rivadeneyra. Diplomático y arqueólogo, se introdujo en la antigua persia y participó en el expolio de obras de arte. escribió dos emocionantes diarios de sus aventuras. ahora se reedita su crónica más intensa, «Viaje al interior de Persia».

Es como una maldición. Vidas cuya memoria merece yacer en el mayor de los olvidos prevalecen sobre otras valiosas que, de puntillas, trazan nuestra Historia. Imaginen recorrer la ribera del Tigris y el Éufrates y, en lugar de la abominable huella de la guerra de Irak, toparse con los restos casi intactos de Babilonia o Nínive. O cruzar de norte a sur lo que hoy es Irán, ajeno a la globalización y la crudeza islamista. Este viaje lo hizo un español, casi desconocido, hace 140 años.

  Aventurero inquieto. Rivadeneyra, en una imagen del siglo XIX.

Aventurero inquieto. Rivadeneyra, en una imagen del siglo XIX.

No es exagerado presentar al madrileño Adolfo Rivadeneyra (1841-1881) como el primer aventurero consciente de la historia contemporánea de España. Podría pasar también por el primer turista español en Oriente, si no fuera porque sus viajes albergaban un afán científico… y otros objetivos: nada menos que explorar las posibilidades comerciales e incluso coloniales de España en el Medio Oriente, especialmente en Persia. También fue arqueólogo.

Él mismo financió la publicación de Viaje al interior de Persia (1880). Esta crónica de su experiencia personal –un manual para las guías de viaje modernas– condensa un año de aventuras por Irán (1874-1875). Por primera vez, casi ?30 años más tarde, se reedita en España su periplo por el país de los persas, toda una joya de la literatura europea de viajes.

Su padre, Manuel, un editor liberal y audaz emprendedor, le influyó. Y mucho. Se jugó su fortuna y marchó a Chile –allí, en su capital, nació Adolfo– para financiar su sueño: editar los 7? volúmenes de los clásicos que forman la Biblioteca de Autores Españoles, empresa que luego concluirían su hijo junto a su cuñado Joaquín Pi y Margall.

Adolfo fue educado en lenguas extranjeras, estudió en Alemania, Inglaterra, Bélgica y Francia, y, a los 21 años, dominaba cinco idiomas vivos y hasta latín (llegó a manejar 11, entre lenguas y dialectos). A esa edad marchó al Líbano como "joven de lenguas" junto a otros jóvenes aprendices de diplomático, en lo que se considera un amago del Gobierno de la reina Isabel II por reavivar la maltrecha y errática política exterior de mediados del siglo XIX.

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Por sus manos pasaron un buen número de piezas de la colección –modesta– de Mesopotamia y Persia que guarda nuestro Museo Arqueológico Nacional, a quien las vendió o cedió. Y no son muchas más las colecciones orientalistas que existen en España.

Escritor compulsivo. Nunca paró de escribir. Influido por diplomáticos como Bernal de O’Reilly, desde sus primeros años a caballo entre Beirut y Jerusalén viajó por toda la costa libanesa, Siria y la Turquía asiática. Además de los informes oficiales que reportó, dedicó numerosas cartas a sus padres, amigos y contactos en España sobre sus encuentros en el país de los drusos, Sidón o durante su visita al Mar Muerto al que, tras un fangoso baño, describió como "indigno de ser abrevadero de serpientes". Fue el primer español y el segundo europeo no musulmán –tras el Príncipe de Gales– en visitar la Mezquita de Hebrón (Israel), donde está enterrado el profeta Abraham. Aunque con más discreción que el aristócrata inglés, a quien las autoridades turcas dieron 650 hombres y cuatro cañones para sofocar las iras de los musulmanes porque no le dejaban pasar. Y poco después, en ?869, con la verdiana ópera Aida de fondo y junto a la emperatriz francesa (de Carabanchel) Eugenia de Montijo, asistió a la inauguración del Canal de Suez.

En Oriente Medio aprendió árabe a la perfección, ya que nada más llegar a Beirut se había internado en el monasterio de Ain-Warka. En ?868, le destinaron a la isla de Ceilán (actual Sri Lanka), como vicecónsul en Colombo. Tras un año en la isla índica, en el verano de 1869 recibe una orden de traslado al viceconsulado en Damasco, periplo que da origen a su primera gran obra, De Ceilán a Damasco (Madrid, 1871). Era su oportunidad para ver de cerca Mesopotamia y, por eso, en lugar de enfilar el camino más corto –en barco y por el Mar Rojo–, salta durante un mes de Bombay a Basora, Bagdad, Mosul... hasta alcanzar Siria. "A falta de leña, hay aquí un betún sólido y líquido, y manantiales de nafta y petróleo en todos los afluentes del Tigris y en los montes de Hamrin, que se extienden hasta Mosul. La construcción de un ferrocarril ofrece pocas dificultades", afirma a su paso por Bagdad. Allá donde va se presenta ante las autoridades y toma nota de las actividades comerciales y de quien representa a las potencias europeas. A la salida de Bagdad pone rumbo a Babilonia. Allí se topa con grandes moles de adobe e inscripciones en lengua cuneiforme. "Vi a cinco hombres ocupados en sacar materiales para la construcción de una casa en Hileh e, imitándolos yo, coloqué con gran cuidado en mis alforjas dos ladrillos de los mejor conservados que hallé a mano". Las tabillas sustraídas por Rivadeneyra –y que hablan del rey babilonio Nabucodonosor– fueron traducidas en Madrid por uno de los personajes más singulares de la época, el filólogo Francisco Ayuso, que había montado una academia de idiomas donde se podía estudiar asirio y sánscrito.

 Culto al diablo. Más allá de Mosul se topa con los Adoradores del Diablo –una secta que imploraba la bondad del demonio "porque de la de Dios ya están seguros"–, y alcanza la mítica Nínive, germen del imperio asirio, donde presencia las destructivas excavaciones arqueológicas inglesas realizadas por Botta y Layard dos décadas atrás. Encuentra grandes esculturas, bajorrelieves y figuras de alabastro "que descubrió haría dos meses el secretario del gobernador general de Bagdad".

Turista de excepción, Rivadeneyra tuvo el privilegio de ver in situ lo que millones de visitantes han contemplado en el Museo Británico, en el Louvre o en el de Pérgamo, en Berlín.

En abril de 1874 llega a Irán en calidad de vicecónsul. Tres meses después comienza su gran aventura, de la que resultaría el libro Viaje al interior de Persia. Pulcramente, anota precios, clima, costumbres, contactos mercantiles... Todo cuanto un comerciante debía saber. Llega a Teherán desde Bakú (hoy Azerbaiyán) y emboca su primera etapa: Shavá. Recopila cuentos, estudia y transcribe inscripciones cuneiformes, entrevista a gobernadores, militares, viajantes y hasta a un joven sirviente del sha Nars ed Din –que tenía 52 mujeres–, expulsado del harén y conocedor de todos los detalles de palacio.

Describe fábricas y minas, conoce poetas y una secta de devotos gimnastas, y hasta le confunden con un comerciante de biblias. El destino le cruzó con diplomáticos extranjeros que o bien él conocía o conocían a su padre. Fue testigo de las negociaciones –más bien de sus maquinaciones e intrigas– de alemanes y rusos para llevar el ferrocarril desde el Cáucaso, lo que permitiría explotar los yacimientos del interior de Persia. El 5 de junio de 1875 alcanza las ruinas de Persépolis, cerca de Shiraz, al este del país. En Pasagarda conoce la tumba de Ciro, el gran monarca persa del siglo VI a.C. Ya cansado y con fiebres, tras semanas cruzando el desierto, inicia su regreso a Teherán. Había pasado un año.

Desidia española. A mediados del siglo XIX, España sólo se miraba a sí misma. Mientras otras potencias europeas tomaban posiciones coloniales en el mundo, nuestro país parecía carente de ambición exterior. Rivadeneyra sirve a Isabel II, al Gobierno Provisional (1868-1871), a la dinastía del eventual Amadeo de Saboya, la Primera República española (1873-1874) y al Rey Alfonso XII. Además sufre en sus carnes la destitución por ser "cesante", figura típica de la función pública del siglo XIX. El conservadurismo de algunos gobiernos españoles cortó a menudo las alas de los agentes más inquietos del Estado. La apuesta de Persia es un buen ejemplo de esa dubitativa política, pues fue concebida por el Gobierno Provisional, llevada a cabo por la Primera República y suspendida con la Restauración monárquica en 1875. Al final, fue Italia quien se apoderó de los puntos comerciales ambicionados por España.

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La misión de Rivadeneyra incluía también el estudio de un lugar en el Golfo Pérsico donde situar una base española, un enclave importante para el abastecimiento de la flota rumbo a Filipinas. Sin embargo, este proyecto, tomado y abandonado a lo largo del siglo XIX, fue finalmente desechado. De nuevo fueron los italianos quienes ocuparon uno de los lugares previstos por la diplomacia española. Adolfo Rivadeneyra es digno continuador de la saga de soldados, diplomáticos, misioneros, inquietos eruditos y aventureros españoles. Ruy González de Clavijo, en el siglo XV, viajó en busca de Tamerlán (Asia central) y describió Samarcanda; en el XVI, García de Silva y Figueroa descubrió para el mundo occidental Persépolis e identificó la escritura cuneiforme como una lengua escrita, no como ornamental; y Domingo Badía, a primeros del XIX, fue el primer no musulmán en entrar en La Meca, detallándola y dibujándola, inspirando al aventurero Richard Burton.

En una época en la que las Sociedades Geográficas europeas exploraban África y Asia como paso previo al colonialismo, sólo personajes como Abargues de Sostén en Abisinia, o el africanista Iraider intentaron seguir este esfuerzo. Rivadeneyra fue el primer secretario y conferenciante de la Sociedad Geográfica de Madrid, la más importante surgida en España. Nació en ?876, con retraso con respecto a las europeas, y sólo logró financiar una expedición a Abisinia (actuales Etiopía y Eritrea) con el apoyo de Alfonso XII, aunque cumplió un papel muy importante en la recuperación de textos olvidados en nuestras bibliotecas.

Malogrado. Rivadeneyra regresa de Irán y permanece tres años en Madrid hasta que en 1878 accede al puesto de cónsul en el puerto marroquí de Mogador (Essaouira), donde sólo permanece un año. De no ser por su temprana muerte en 1881 –seguramente a causa de un aneurisma en la vena aorta–, sin duda hoy figuraría como el primer arqueólogo orientalista español. Además de relatos de viajes e informes comerciales, sus libros son estudios históricos, pues describen yacimientos y restos arqueológicos y aportan transcripciones y traducciones de inscripciones (gracias también al filólogo Francisco García Ayuso)... A los 40 años su ansia de conocimiento sólo estaba empezando.

+ "Viaje al interior de Persia" (Miraguano Ediciones), de Adolfo Rivadeneyra, ya está a la venta.

Salvado por hablar árabe
Rivadeneyra, a diferencia de otros europeos, se movía sin armas de fuego y rara vez con escolta. Rehusaba utilizar su condición oficial para allanar las dificultades. Eligió la ruta más sugerente, desde el punto de vista arqueológico y antropológico, para viajar. Ni en Irak ni en Irán llevaba apenas equipaje: "Consta de una cama, dos mudas, un traje para presentarme a las autoridades, calzón de paño, chaleco con mangas de lana, chaquetón, capote forrado de pieles, gorro, y salacó o sombrero de 'timsim', pues he de sufrir gran variedad de temperaturas", describió.

En su periplo por Irak, llevó consigo también las obras de Herodoto en un tomo y 200 libras esterlinas ceñidas al cuerpo. El árabe y el turco que dominaba le salvaron en algún altercado al recitar versos de "'Las mil y una noches', con los que arranqué unánime un aplauso". A caballo, a pie, en barco, en tren... Probaba todos los medios de transporte.

Degustaba cuanto alimento nuevo se le cruzaba y se valía de asistentes para preguntar a los naturales 13 cuestiones fijas sobre "vientos periódicos", "enfermedades más comunes", etcétera.

Allá donde caía se presentaba como representante del Gobierno español o comerciante, aunque "a oídos del tátar, sonara como chino o japonés, pues en estos países se cree que Europa está compuesta únicamente por franceses, ingleses y rusos".

 por FERNANDO ESCRIBANO y JOSE F. LEAL

[Fuente:  elmundo.es]

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