Roheda
■ Algunas apenas han cumplido los cinco años, pero en sus miradas hay ya la dignidad de un adulto. Y mucho más. Hay mudo reproche, dolorido asombro. Como si supieran que se les acabael tiempo de mirar al mundo cara a cara. Álvaro Ybarra Zavala ha retratado a las más olvidadas víctimas de la crueldad humana, poco antes de que el burka las oculte de por vida. La diputada Rosa Díez ha puesto palabras a su silencioso drama.
No es tarea fácil poner palabras a unas imágenes como éstas. La mayor dificultad no estriba en la innegable belleza del documento fotográfico o en su altísima calidad artística; lo difícil para mí es añadir algo no dicho ya por esas miradas solemnes y tristes, repetidas en cada fotograma.
Kanda
Cuando están posando para el fotógrafo con sus mejores galas, las niñas saben que se acaba el tiempo en que sus ojos estarán a la vista de todos. Y miran sin esconderse, sin pudor, sin miedo. Miran de frente, fijamente, como si se les escapara el tiempo. Capturan con sus ojos los ojos del otro, en una especie de reto que no podrán repetir muchas veces más.
Quizá el fotógrafo no pensaba en lo que nosotros perderemos cuando esas miradas claras y libres sean tapadas por la tela opresora. Quizá pensó sólo en denunciar lo que les pasará a esas niñas cuando cumplan los catorce años. Quizá quería mostrarnos lo que ya no podremos ver cuando el velo caiga sobre ellas.
Supongo que esas niñas ríen abiertamente cuando juegan entre ellas, cuando no tienen que tapar su pelo ante un extraño. Cubrir el pelo es el primer paso para privarlas de su plena personalidad. La más pequeña deja ver su cabello revuelto y claro cuando nos mira seria, como si fuera consciente de estar haciendo algo irrepetible. La han vestido con su traje más colorido y le han colocado abalorios de cuentas alrededor del cuello; ella acompaña el vestido de domingo con un gesto que parece incompatible con su edad. Apenas ha dejado de ser un bebé; pero posa con la dignidad propia de un adulto. Hay un detalle que nos recuerda el inevitable contexto en el que se realiza el reportaje: un pie descansa descalzo sobre el hollín del suelo. Eso –también–marca la diferencia con cualquier posado de cualquiera de nuestros niños. No hay cerca una madre, una hermana, una abuela solícita que pida al fotógrafo que espere mientras arregla la composición. Parece todo tan cuidado que uno se pregunta por qué dejaron ese pie descalzo, contrastando con la ropa y el collar buscados ex profeso para la fotografía del hombre extranjero que llegó de lejos. ¿Será que no había otra sandalia? ¿O será que es tan normal que nadie se molesta en ocultarlo? A la niña tampoco parece importarle ese detalle; al fin y al cabo andar descalza parece ser lo cotidiano... La miro y recuerdo a mis hijos cuando eran pequeños. Tiene los puñitos cerrados. Dicen que los niños cierran los puños cuando duermen para sentirse más seguros. Quizá en ella sea un gesto instintivo, como de no saber qué hacer con las manos. O quizá, sin saberlo, cierra los puños para retrasar el momento en el que se le escapen los sueños.
Laeba
Luego está esa niña envuelta en una especie de sudario de algodón blanco. ¡Es tan guapa...! Y tiene una mirada tan triste... No se le ve ninguna otra ropa que el manto blanquecino que tapa su cuerpo y sus manos. Es como si ya hubiera empezado a desaparecer... ¡Y parece tan triste...!
La niña envuelta en rosa quiso sonreír; se le nota claramente en la parte iluminada de su cara. Y las dos hermanas de rojo se apoyan mutuamente ante la cámara curiosa. La pequeña parece la más fuerte de las dos. ¿O tendrá que ver con el hecho de que aún no han empezado a mutilar su destino? ¿Será ésta una prueba evidente de que el velo produce un efecto de sometimiento desde el mismo momento en que las niñas empiezan a usarlo?
Y finalmente está la niña dorada, esa hermosa niña cuyo pelo se escapa bajo el manto dorado y azul. Sólo mirar esa foto, posar nuestros ojos en los de esa niña, habría de llevarnos a reivindicar el fin del burka y de todos los velos; aunque no tuviéramos un criterio moral, ético y de justicia que nos impulse a llevar a cabo esta cruzada por la dignidad de las mujeres afganas. Cuando le pongan el burka a nuestra niña dorada, perderemos sus ojos. Cuando a esa niña la obliguen a someterse a esa práctica inhumana, ella perderá la luz del Sol; verá los paisajes, las calles, las caras... entre pequeños recuadros, sin horizonte, incompletos. Y nosotros la habremos perdido completamente y para siempre.
Aslami
El grito por liberar a las mujeres de Afganistán del burka es un grito por nuestra propia libertad, por nuestra propia dignidad. Nos perderemos el respeto a nosotros mismos si una vez más, en el mismo momento en que el horror deje de entrarnos por la retina, olvidamos el drama de esas mujeres cuya existencia es negada, cuyos cuerpos son sometidos, lapidados, escondidos de la mirada y del respeto de los seres humanos. El burka es la segunda cárcel que soportan las mujeres que viven en Afganistán; la segunda cárcel que se suma a la que tienen que soportar todos sus conciudadanos por vivir en un país que se desangra en las guerras encadenadas, que no encuentra un espacio para la convivencia y para la democracia.
El burka es el símbolo de la negación de su condición de seres humanos. Tapan a las mujeres para negarles el más elemental de sus derechos: ser iguales que los hombres con los que conviven. Los hombres en Afganistán disfrutan de pocos derechos de ciudadanía; pero se reconocen como iguales por las calles. Sin embargo, a las mujeres se les hace saber que ellas no son iguales, que ellas no existen. Y para negar su existencia, nada mejor que taparlas, que someterlas a la deshumanización, que obligarlas a esconderse de la vista de los demás, que encerrarlas en una cárcel indigna, que para más humillación han de cerrar ellas mismas cada día. Es la humillación y el sometimiento; es la privación de todos sus derechos. Es la crueldad añadida por la que los hombres obligan a que sean ellas mismas, ya esclavas, quienes enseñen a sus hijas cuál es su destino.
Sahra
Bajo el burka están los ojos, esos ojos limpios que son la luz de nuestras propias retinas. Bajo el burka están las lágrimas de esas mujeres que esperan de nosotros que las ayudemos a recuperar la luz. Dicen las mujeres afganas, esas pocas que recorren el mundo porque pudieron escapar, que bajo el burka no se puede reír porque el máximo esfuerzo está dedicado a poder respirar. El calor asfixia; la tela roza la cara; los movimientos se convierten en lentos. Algo tan normal para cualquiera de nosotros como girar la cabeza o alzar la barbilla resultará, dentro de unos pocos años, imposible para esas niñas cuyos rostros hoy contemplamos. Lo que para nosotros es tan normal que apenas si lo valoramos –alzar la cara para que el sol acaricie nuestro rostro, sentir cómo las gotas de lluvia resbalan sobre nuestra piel– resultará imposible para esas niñas una vez que sus padres, sus hermanos mayores, sus maridos las envuelvan en esa funda con la que niegan el cuerpo y el alma de sus mujeres.
Pero a nuestras niñas no sólo les espera la cárcel de tela. En la negación de su vida y de su libertad que practican los hombres afganos sobre ellas se incluye el derecho a venderlas a otros hombres cuando apenas si han cumplido catorce años. Muchas se escapan de esa doble cárcel suicidándose. Toman matarratas, combustible, ácidos... Lo que puedan encontrar.
Hosha
La pregunta no es si podemos hacer algo más de lo que hacemos para denunciar y combatir esa injusticia permanente que se inflige cotidianamente contra miles de mujeres y niñas y que niega nuestra propia condición de seres humanos. La pregunta –para la que no tengo respuesta– es qué es lo que tiene que ocurrir para que esto que llamamos `mundo civilizado´ se levante contra esa injusticia milenaria que hoy sigue esclavizando a tantos seres humanos en todo el mundo y que pone la nota más amarga y cruel en el feudalismo machista y religioso contra las mujeres afganas. Porque esa injusticia contra las mujeres, ese sometimiento a que son obligadas frente a los hombres y su religión, esa tiranía bendecida por su dios, es mucho más brutal que la falta de libertad y de democracia que sufren tantos ciudadanos de tantos países del mundo. Si callamos ante su bárbaro, si callamos ante la tortura que sufren por su condición de mujer, si nos limitamos a adoptar resoluciones en organismos que no tienen ningún poder vinculante, si nos limitamos a emocionarnos cuando alguien nos pone sus ojos frente a los nuestros, si creemos que esa pasajera emoción es suficiente para liberar nuestra conciencia, nosotros mismos estaremos perdiendo parte de nuestra condición humana.
Afsana
Estas niñas son nuestros ojos. Si se los tapan, nos los tapan; si las mutilan, mutilan nuestra libertad. Sólo el día que nuestros ojos puedan volver a reflejarse en los suyos nos habremos hecho acreedores de nuestro título de seres humanos. Mientras tanto, su oscuridad es nuestra vergüenza.
Rosa Díez, Diputada Congreso
Fotografías de: Álvaro Ybarra Zavala
[Fuente: xlsemanal ]
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